Ernest Hemingway: Por él doblan las campanas

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Como nada parecía aniquilarlo, Hemingway se mató. Lo hizo una mañana de julio de 1961 con su escopeta favorita. Colocó el cañón de la Boss calibre 12 en su boca y jaló el gatillo. Mary Welsh, su cuarta esposa, lo encontró tirado en la entrada de la casa. Una escena desgarradora, sin duda. Pero antes de que ello sucediera y de que por fin lograra huir a un mundo desconocido, la vida había intentado escapársele, sin éxito, no una sino varias veces. En julio de 1918, casualidad o no, había sido herido por el fuego de un mortero en Italia, en plena Primera Guerra Mundial. No sólo no murió: al joven Ernest, que no debía estar en las calles sino conduciendo una ambulancia de la Cruz Roja, le dio tiempo de salvar a un soldado italiano y pasó de desobediente a héroe de guerra.
Diez años después, en París, se desplomó un tragaluz en su cabeza. Nada le ocurrió; con excepción, claro, de una cicatriz en la frente que se convertiría en uno de sus rasgos famosos. Años más tarde, en 1954, mientras se encontraba en África, sobrevivió a dos accidentes aéreos. En el primero, el avión se estrelló contra un poste y aterrizó de emergencia; como resultado, tuvo una lesión en la cabeza. Para ser tratado, abordó otro avión, que estalló al despegar. Su cerebro sufrió tal conmoción, que perdió fluido. Siguiendo la aparente tradición de ser compensado luego de una desgracia, el escritor recibió el Nobel de Literatura durante su convalecencia.
Nada parecía acabar con él: ni la Primera Guerra Mundial ni la Segunda, tampoco la Guerra Civil Española o la Revolución Cubana, y mucho menos dos avionazos. Por lo tanto, decidió hacerse cargo de su propia muerte, tal como hicieron su padre, su hermana, su hermano y, tiempo más tarde, su nieta, la modelo y actriz estadounidense Margaux. Y es que por extrañas razones los Hemingway y el suicidio han mantenido una estrecha y trágica relación.

Una infancia diferente

Ernest Miller Hemingway nació en una familia acomodada de Illinois, Estados Unidos, el 21 de julio de 1899, el último solsticio de verano del siglo XIX. Su padre, Clarence Edmonds, era médico, y su madre, Grace Hall, maestra de música formada como cantante de ópera. Reclutada por la Metropolitan Opera de Nueva York, ella no pudo continuar con su carrera debido a una afección ocular que le impedía soportar las luces del escenario. Frustrada, pronto se convirtió en una matriarca obsesiva y exigente capaz de obligar a sus seis hijos a recibir educación musical aun cuando (como el pequeño Ernest) no lo desearan. Pero además de las sufridas lecciones de chelo que el niño tuvo que tomar, Grace tenía otras manías que de manera eventual lo afectaron, por ejemplo, vestirlo de mujer para que él y su hermana mayor, Marcelline, parecieran gemelos. Así, hasta los seis años, fue forzado a usar vestidos floreados y a llevar el pelo largo. Durante ese tiempo solía disfrutar de actividades masculinas sólo en aquellos momentos en que su padre lo llevaba de pesca o de cacería (por cierto, sus pasatiempos favoritos de adulto); entonces podía ponerse pantaloncillos cortos como acostumbraban los chicos. Un antecedente que quizá ayuda a comprender por qué se esforzó tanto en demostrarle al mundo su virilidad. Más de una ocasión Hemingway confesó a sus amigos que odiaba a su madre. Ella, por su parte, decía que le avergonzaba el vocabulario de su hijo, quien en sus libros parecía no conocer palabras que no fueran “perra” y “maldición”. Además lo culpó del suicidio de su progenitor, aunque para él, ella había sido la responsable de la muerte de su padre. Cuando su mamá falleció en 1951, no se molestó en ir al funeral.

De amor, viajes y letras

Ni la música ni el deporte fueron de su agrado, sin embargo este último le ayudó a encontrar su vocación; aunque sus habilidades como atleta fueron nulas, tenía un talento natural para narrar con pasión lo acontecido en el ring de box o en el campo de futbol. Fue entonces que comenzó a escribir crónicas deportivas en el periódico de la escuela, lo que le dio experiencia para, más tarde, integrarse a la plantilla de reporteros del diario Kansas City Star, donde trabajó hasta que comenzó la Primera Guerra Mundial. Rechazado por el ejército al no tener una visión perfecta, Ernest se apuntó como voluntario de la Cruz Roja, donde le fue asignado el trabajo de conductor de ambulancia en Italia. De la guerra sólo salió herido, pero fue condecorado con la Medalla de Plata al Valor Militar, otorgada por el gobierno italiano.

Y fue durante su recuperación en Milán que se enamoró por primera vez, de Agnes von Kurowsky, una enfermera siete años mayor que él, quien también sería la primera mujer que le rompería el corazón. Ernest deseaba casarse con ella, pero Agnes, que en un principio había aceptado, se retractó argumentando que ella siempre sería “más vieja que él”, lo cual terminaría siendo un problema, por eso lo abandonó por un oficial italiano “que ya no era un niño”. Después de sufrir esa ruptura, él se enamoró muchas veces más y contrajo matrimonio en cuatro ocasiones. No obstante, en cada una de esas uniones huyó del dolor terminando la relación antes de que sus parejas pudieran dejarlo. “Le gustaba estar casado, pero siempre tenía un romance paralelo”, diría su amigo el editor A. E. Hotchner en el documental Ernest Hemingway, Wrestling With Life, y era cierto, pues tras su primer matrimonio con Hadley Richardson, sus siguientes tres esposas fueron antes sus amantes.

Y cada cambio de pareja parecía acompañarlo con un nuevo proyecto literario y un lugar de residencia distinto. En el tiempo que permaneció junto a Hadley, el amor de su vida y madre de Jack, su primer hijo, vivió en París; en aquellos locos años 20 ambos pasaban las noches departiendo con su mentora, la escritora Gertrude Stein, y los miembros de la llamada Generación perdida que Woody Allen retrató con deliciosa nostalgia en el filme Midnight in Paris. Fue en esos años cuando escribió la novela Fiesta, y con cuyos recuerdos construyó años más tarde el libro autobiográfico París era una fiesta. A Hadley la dejó por Pauline Pfeiffer, socialité que trabajaba en una prestigiosa revista de moda parisina.
Se casaron en 1927, para lo cual el autor tuvo que convertirse al catolicismo. Luego de una breve estancia en París, se mudaron a Cayo Hueso, Florida, en Estados Unidos. De esa unión nacieron Patrick y Gregory. Y en aquella época escribió cuentos maravillosos como Las verdes colinas de África, continente que conoció junto a Pauline.

Los hijos del autor en 1940: Jack Patrick y Gregory Hemingway.

A ella la dejó por Martha Gellhorn, escritora consolidada y aventurera con quien viajó a España para cubrir la Guerra Civil Española y con quien estableció doble residencia: los veranos solían pasarlos en Idaho y los inviernos en Cuba, en una casona a las afueras de La Habana, a la que llamaron Finca Vigía. En esos años escribió la memorable novela Por quién doblan las campanas.

Como era de esperarse, su felicidad no duró mucho. Ambos eran buenos escritores y había una gran competencia entre ellos. Martha comenzó a alejarse de él, pero él ya tenía un as bajo la manga: se había enamorado de la corresponsal de la revista Time Mary Welsh, con quien se casó en 1946.
Contrario al espíritu competitivo de Martha, Mary se esforzó por alimentar el ego de Ernest aunque le costara disminuir el suyo. Con los años se volvió alcohólica, igual que él. Sus peleas, sobra decir, eran escandalosas. Sin embargo, Mary fue la última y definitiva señora Hemingway. Fue en su compañía que vivió los dos accidentes de avión en África; viajó a Venecia y a París; donde rescató los manuscritos con los que escribiría París era una fiesta; volvió a Cuba, escribió El viejo y el mar; recibió el Nobel de Literatura; intentó suicidarse una vez, y luego otra, hasta que lo logró.
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Ernest y su amigo Gregorio Fuentes
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