Milagros de Navidad

Milagros de Navidad

A veces, basta un momento de gracia para transformar una vida

UN CORAZÓN REBELDE

El evento que cambió mi vida ocurrió hace más de 10 años, cuando yo era una adolescente. A los 18 años de edad me jactaba de decir que estaba a punto de graduarme de una maestría en misantropía. Y no era una broma; yo detestaba a la humanidad.

Mi vida hasta ese momento no había sido fácil. Mi madre dejó a mi padre y a sus dos hijos pequeños -mi hermano y yo- por otro hombre y nunca miró atrás. Mi padre se volvió una persona amargada, que trataba de ser padre y madre a la vez, lo cual lo frustraba y lo hacía ser demasiado duro con nosotros.

Mi respuesta a esto fue adoptar una actitud distante, sarcástica y rebelde; nadie entraba en mi corazón y, por lo mismo, nadie podía herirme. Hasta una noche que un extraño cambió mi vida para siempre... Ocurrió la víspera de Nochebuena. Estaba en una discoteca repleta de jóvenes como yo, tatuados y vestidos de negro de la cabeza a los pies. En medio de la música de rock pesado, alguien quiso hacer un espectáculo de luces y, de repente, en cuestión de segundos, el lugar se convirtió en un infierno de llamas.

Cuando desperté, tenía el rostro tapado con vendas y sentía los gritos del equipo de rescate médico y de los bomberos. Me di cuenta de que estaba en un hospital y que alguien oprimía mi mano con infinita ternura y me hablaba dulcemente, con la voz entrecortada por la ansiedad.

“Hija, tranquila, vas a estar bien”, me decía casi al oído. “Sé que no he sido un padre perfecto; he cometido muchos errores, pero cuando te recuperes, vamos a empezar de nuevo. Quizás no te lo he dicho lo suficiente, pero te quiero, Amanda”.

“Yo me llamo Claudia”, traté de decirle a aquel señor que creía hablar con su hija, pero no podía formar las palabras. Al comprender que no podía comunicarme con él, relajé mi mano y me dejé reconfortar por el calor de la suya. En medio del terror, aquella mano cálida y firme era como un bálsamo para mi espíritu. Cuando sentía dolor o miedo, yo la oprimía con más fuerza y él trataba de consolarme con sus palabras. Así fue pasando el tiempo, hasta que escuché la voz de uno de los muchachos del rescate: "¿Señor Saldívar? Esta chica dice que es su hija Amanda”.

Sentí que el padre de Amanda soltaba mi mano para ir donde ella. Aun en medio del ruido que me rodeaba, pude escuchar su alegría al abrazar a su hija, que estaba sana y salva. Mi corazón cayó como desde una gran altura. La sensación de desamparo fue instantánea y terrible.

Y entonces, cuando me había resignado a pasar aquellos terribles momentos sola, sentí nuevamente su mano en la mía. Y lo escuché decir con voz serena: “Regresa a casa, hija. Esta chica está sola. Voy a acompañarla hasta que llegue su familia”.

¿Dije que sentí mi corazón caer? Pues en ese momento sentí como si se elevara nuevamente, pero esta vez más alto que nunca. Aquel señor no solo me acompañó en el hospital, sino que me habló para darme fuerza hasta que mi padre y mi hermano estuvieron a mi lado.

Nunca supe quién fue. Mi padre, en medio de su angustia, ni el nombre le preguntó. Pero ese ángel anónimo me hizo comprender que en el mundo hay personas buenas y desinteresadas; seres capaces de ofrecerle a una desconocida algo tan importante como la compasión. Y esa misma compasión comencé a sentir por mi padre, un hombre con limitaciones, que a pesar de ellas trataba de darnos lo mejor de sí mismo. Mi nueva actitud cambió nuestra relación y empezamos a comunicarnos mejor.

Ese accidente me dejó una marca casi imperceptible en el rostro, pero la compasión de aquel maravilloso ser humano marcó mi corazón para siempre, dejándolo sensible y abierto al amor.

LAS LECCIONES DE BRUNO

A los 38 años de edad, yo era una triunfadora en los negocios. Al frente de mi propia empresa, todos los meses volaba a diferentes ciudades para cerrar tratos millonarios. En aquel entonces mi vida era un corre-corre constante. Desde que me levantaba por la mañana, hasta que caía en la cama rendida para despertar cuatro o cinco horas después, no paraba de hacer cosas “importantes”. Pero un día todo eso cambió... y de la manera más inesperada para mí.

Bruno llegó a mi vida un 25 de diciembre. Una colega que en su tiempo libre trabaja con una organización que rescata animales desamparados me lo regaló por Navidad. Cuando me entregó el perrito, no pude menos que reír. No era más que una diminuta mezcla de chihuahua con quién sabe qué otra raza. Tenía una oreja caída, una patita jorobada y le faltaban los dientes superiores.

“Creo que fue atropellado y abandonado; ha sufrido mucho, así que te ruego que lo mimes y lo pasees dos veces al día”, me suplicó. Y yo, que nunca había cuidado de otro ser viviente, quedé ¡horrorizada! Pero no podía rechazarlo, porque a esa colega le debía varios favores. Así que lo acepté con la condición de que si no podía cuidarlo adecuadamente, le buscaría un buen hogar.

La primera vez que lo saqué a pasear por el parque fue una verdadera tortura para mí. Quizás debido a su patita jorobada, Bruno avanzaba a paso de tortuga. Además, se detenía para olfatear un árbol o para observar algo que le parecía fascinante. ¿Yo? Miraba el reloj con impaciencia. Pero ahora que no me quedaba más remedio que avanzar al paso de Bruno, comencé a notar muchas cosas que antes, en mi carrera loca, no reparaba: el color azul plateado del cielo al atardecer, una gota de rocío, cristalina y perfecta, suspendida de una hoja, la caricia de la brisa fresca en mi piel... Y algo aún más increíble: yo, que siempre fui “alérgica” a los niños, comencé a reír con las ocurrencias de los que se acercaban a saludar al perrito.

Poco a poco, día tras día, comencé a abrir los ojos a un mundo lleno de maravillas, pero ignorado por mí. La noche que me quité los zapatos mientras paseaba con Bruno bajo las estrellas y sentí la yerba húmeda bajo mis pies, supe que ya no podía volver atrás. Claro que no iba a dejar mi carrera, pero esta ya no sería todo mi mundo.

Varias semanas después de la llegada de Bruno, la colega que me regaló el perrito me preguntó cómo me iba con él. “Si no lo quieres, tengo a alguien que puede aceptarlo”, me dijo. “Bruno ya tiene un hogar”, fue mi respuesta. Y es que ese perrito que jamás ganará una carrera, y mucho menos un concurso de belleza, ha sido mi mejor maestro en el arte de vivir.

UN ÁNGEL EN EL BUS

Era un 23 de diciembre. El jefe de la tienda por departamentos donde yo trabajaba me pidió que fuera ayudar a otra sucursal, situada en el centro de la ciudad. Todos sabíamos que, cuando caía la noche, esa zona era un poco peligrosa.

Todo el día estuve temiendo el momento de regresar a mi casa, hasta que al final me vi sola en la parada del bus. Cuando al fin se abrieron las puertas, tragué en seco. Había cinco o seis pasajeros, todos hombres. Ninguno hizo contacto visual directo conmigo, pero sentí que me observaban. Inmediatamente comenzaron a reír y a bromear entre sí. Yo me senté en la punta del asiento rogando ser invisible. Por un momento pensé bajarme del bus, pero el lugar estaba desierto y, francamente, no sabía qué sería peor.

Entonces sentí una presencia a mi lado. En la fila al frente de la mía se había sentado un hombre joven, con expresión seria en el rostro. Los otros seguían con su conducta infantil, mientras él simplemente miraba al frente. Sentí pánico.

Después de 20 minutos que se me hicieron interminables, el bus llegó a la parada justo frente al edificio donde yo vivía. Temblorosa, me puse de pie y pasé al lado de mi “acosador”, quien no se volteó para mirarme. Entonces, al bajarme del bus, oí al chofer dirigirse a mi misterioso acompañante: "¡Gabriel, hoy te pasaste de tu parada!”. Y escuché a Gabriel responderle: “Estaba esperando que la chica llegara a la suya; estaba muy asustada”.

No soy una ilusa. Sé que hay muchos crímenes en mi ciudad y sigo siendo precavida con los extraños. No creo que todo el que se acerca a mí viene con buenas intenciones. Pero esa noche, poco antes de Nochebuena, aprendí que a veces, cuando menos lo esperamos, puede cruzarse en nuestro camino un ángel llamado Gabriel.

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