Cuando lucir bien se convierte en una obsesión
Todos conocemos por lo menos a una persona que vive excesivamente preocupada por su apariencia física. Es esa que se pasa horas frente al espejo y no come un bocado sin contar las calorías, o que se somete a cirugías estéticas para arreglar lo que no necesita arreglo, porque solo ella ve el “defecto”. Sin embargo, hay quienes llevan esta preocupación a otro nivel. Aunque lo ignoran, podrían sufrir un trastorno que afecta la forma como se ven, con consecuencias potencialmente peligrosas. Este es el caso de Ana.
EL ULTIMÁTUM
Mientras preparaba mi maleta para ingresar en el hospital para someterme a mi tercera rinoplastia, mi esposo me miró con una expresión indescifrable en los ojos. Muchas veces he leído en ellos exasperación, ira, incomprensión... pero esa vez no sé lo que sentía. Así de distantes estábamos. Al fin, Diego suspiró y me dijo con la voz ahogada por la emoción:
“De veras, Ana, esto es una locura. Tienes todo para ser feliz: juventud, salud, dos hijos maravillosos, una buena posición económica...”. Tomé nota de que él no se mencionó entre mis “bendiciones”. Por eso no me sorprendió cuando dijo: “Si sigues adelante con eso... lo siento, pero hemos terminado”.
¿Qué puedo decir? Estoy cansada de explicar y de que nadie, ni mi familia ni mi esposo, me entienda. ¿Es que no tienen ojos para ver la deformidad que está en el centro de mi rostro? Ya me había hecho dos cirugías anteriores para corregir mi defecto, pero ninguna funcionó; mi nariz seguía siendo enorme, jorobada y ¡horrible! Es por eso que cansada y resignada a no contar con el apoyo de mis seres queridos, tomé la maleta y salí a esperar el taxi en la puerta de mi casa.
Al llegar a la clínica de cirugía estética, vi que había otra persona en la sala de espera. Una joven alta, esbelta, de hermosos ojos verdes; me pregunté qué hacía allí. La enfermera nos informó que el doctor acababa de salir a atender una emergencia y que las operaciones serían pospuestas. La chica que esperaba conmigo comenzó a llorar inconsolablemente.
"¿Deseas un vaso de agua?”, le pregunté, para romper el hielo. Ella me dijo que se sentía mal, pues no había comido y, por cortesía (y confieso que también por curiosidad), la invité a desayunar. Sentadas en un café al aire libre, mientras tomábamos un té (sin azúcar, para no engordar), Daniela me contó que había ido a la clínica para hacerse una evaluación, pues deseaba corregir un defecto que la tenía tan acomplejada, que prácticamente no llevaba vida social, pues no soportaba que la vieran “en esas condiciones”.
Yo la miré boquiabierta. Y por más que busqué, no encontré el horrible defecto del que me hablaba.
CHOQUE CON LA REALIDAD
"¿De veras no lo notas?”, me dijo, incrédula y exasperada. Daniela me miró de manera acusadora, como si al negar su defecto, me estuviera burlando de ella.
"¿Ves las enormes bolsas que tengo bajo los ojos? ¡Me hacen parecer vieja!”, dijo llorando. Yo estaba perpleja. ¡Ella no solo era bella, sino que tenía unos ojos hermosos! ¿Es que esa muchacha se miraba en uno de esos espejos distorsionados que hay en las ferias, que alargan, encogen y tuercen las facciones? Por más que intenté convencerla de que su rostro era perfecto (y no miento), ella insistió en que se lo decía por piedad.
Entonces, para mi sorpresa, me di cuenta de que es posible “ver” algo que bajo ninguna luz existe. De nuevo traté de razonar con Daniela, pero era como si no me escuchara. Como un disco rayado, me repetía que era fea y que deseaba esconderse de todos. Y por primera vez en muchos años me hice una pregunta sorprendente: ¿Qué tal si mi defecto es tan indetectable como el de ella...? ¿Es posible que mi esposo tenga razón, que estoy obsesionada con un rasgo físico que quizás no es tan “horrible” como yo creo? ¿Es que, como Daniela, tengo un problema, pero no de estética, sino de percepción? A la par que la obsesión, había una duda en mi mente.
Regresé a casa a esperar la llamada de la clínica de cirugía estética para programar la próxima cita. Pero esta vez hice algo diferente. Decidí ir a un sicólogo. No, no he renunciado del todo a la cirugía; sigo viendo mi horrible defecto, justo en el centro de mi rostro. Pero la conversación con Daniela me sacudió de tal manera, que pienso que tal vez necesito una segunda opinión, y no necesariamente de un cirujano.
EL ESPEJO DISTORSIONADO
La primera vez que escuché el diagnóstico -trastorno dismórfico corporal- y sus síntomas, experimenté una extraña mezcla de angustia y alivio: mi obsesión tenía un nombre. La sicóloga siguió hablando y yo me reconocí en casi todo lo que decía:
“La persona que padece este trastorno se obsesiona con su apariencia y exagera la importancia de un ‘defecto’ físico menor o se convence de que ese defecto que imagina es real, no importa cuántas veces otros traten de convencerla de lo contrario. Esa obsesión puede llegar a dominar su vida, interfiriendo con su trabajo, sus estudios o su vida social. Son esas personas que pasan horas frente al espejo, que se deprimen o se niegan a salir de la casa para que otros no vean su ?defecto? o se someten a cirugías para corregirlo. Muchas incluso llegan a tener ideas o comportamientos suicidas”, me explicó.
Además, la doctora me convenció de que pospusiera la cirugía y de que comenzara a recibir terapia. Aunque la idea de suspender momentáneamente la rinoplastia me llenó de ansiedad, decidí darle una oportunidad al tratamiento por varias semanas. Fue entonces cuando empecé a descubrir el origen de mi problema...
DESDE LA RAÍZ
Aunque no se sabe específicamente qué causa el trastorno dismórfico corporal, unos creen que se origina en la neuroquímica del cerebro, otros, que es genético, y algunos lo achacan a ciertas experiencias en la vida de la persona. En mi caso, creo que fue esto último.
De niña, me convencí de que mi hermana mayor era la bella de la familia. ¿Yo? Era la deportista, la lectora, la chica “simpática” en la que nadie pensaba para un concurso de belleza. En la adolescencia comencé a preocuparme por mi imagen e incluso creo que les resulté atractiva a los chicos. Hasta que un novio me confesó que me había enamorado para estar cerca de Sandra, mi hermana. Fue entonces cuando me obsesioné con mi apariencia al punto de vivir pegada al espejo y escudriñando cada rasgo, cada detalle de mi anatomía. ¡Tenía que ser perfecta como Sandra! Por primera vez, mamá se fijó en mí, y hasta hacía alarde de lo coqueta y presumida que era. Así fueron pasando los años... y mi obsesión fue creciendo por el temor a envejecer y perder la belleza que tanto me costó ganar.
HACIA LA LIBERTAD
Durante mi terapia la doctora me explicó que los dos tratamientos principales para el trastorno dismórfico corporal son la terapia cognitiva conductual y los medicamentos recetados; a veces se usa una combinación de ambos. También me dijo que el tratamiento puede ser difícil si la persona no está dispuesta a participar activamente en él. Por eso cada día trabajo para liberarme de la prisión de la obsesión. Afortunadamente, mi encuentro con Daniela fue el primer paso para escapar de esa peligrosa trampa.
NOTA: Si tienes señales del trastorno dismórfico corporal, busca ayuda profesional con un médico o un sicólogo.