Alice de Battenberg no solo fue la madre del príncipe Felipe, sino también una figura envuelta en secretos, crisis personales y actos de humanidad que pocos conocen. La vida de Alicia está llena de giros inesperados: una infancia marcada por una enfermedad, un exilio forzado y un acto de valentía que la inmortalizó en medio de los horrores de la guerra.
Hoy hacemos un repaso por la vida de la suegra de Isabel II de Reino Unido, la princesa que siempre estuvo dispuesta a ayudar a los más necesitados.
El nacimiento de una princesa
Victoria Alicia Isabel Julia María de Battenberg nació el 25 de febrero de 1885 en el Castillo de Windsor, Inglaterra. Fue hija del príncipe Luis de Battenberg y la princesa Victoria de Hesse-Darmstadt, siendo la primogénita de cuatro hijos y la bisnieta de la reina Victoria del Reino Unido.
Su infancia transcurrió entre diferentes naciones por lo que recibió una educación en casa. A pronta edad, su madre se percató de que la princesa tenía problemas para aprender a hablar y poco tiempo después le fue diagnosticada sordera congénita. La princesa aprendería a leer los labios en diferentes idiomas y posteriormente aprendió a hablar inglés, alemán, francés y griego, luego de haberse comprometido con el príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca.
Durante la coronación del rey Eduardo VII en 1902, Alicia conocería al príncipe Andrés de Grecia y, al año siguiente, cuando la princesa alcanzó la mayoría de edad, se casaron el 6 de octubre de 1903. Una unión que parecía el inicio de una vida perfecta; sin embargo, pronto la política y la inestabilidad le arrebatarían la tranquilidad.
Entre exilios y diagnósticos
El matrimonio tendría cuatro hijas: Margarita, Teodora, Cecilia, Sofía y un hijo, Felipe, duque de Edimburgo. Mientras Andrés continuó sirviendo en el ejército, Alicia se dedicó a participar en labores de caridad, lo que le valió el cariño y reconocimiento de la población, aun cuando el sentimiento antimonárquico de la época tomaba más fuerza.
Para 1908, el matrimonio viajaría a Rusia a la boda de María de Rusia y el príncipe William de Suecia. Durante su estancia allí, Alicia se reunió con su querida tía, la gran duquesa Isabel Fiódorovna de Rusia, quien le comentó su plan de formar una orden religiosa de enfermeras a la que Alicia se uniría participando en la ceremonia de apertura.
Cuando volvieron a Grecia, la situación política estaba cada vez más inestable; la Primera Guerra Mundial había iniciado y este suceso llevaría a la princesa a participar ampliamente con el fin de ayudar a heridos, creando hospitales que auxiliaran a las personas.
Pronto, la caída de la monarquía griega en 1922 obligó a la familia a huir, iniciando una vida de exilios y mudanzas; sin embargo, este proceso, que incluyó el asesinato de su querida tía a manos de los bolcheviques en 1917, impactaría a la princesa, quien desarrolló una profunda depresión que la llevó a adquirir una conducta extremadamente religiosa. Este comportamiento causaría estragos en su matrimonio, ya debilitado por las consecuencias del exilio, y en 1928, a sus 43 años, se convertiría a la fe ortodoxa griega. Poco tiempo después, Alicia comenzaría a adquirir un comportamiento poco habitual en ella, llegando a asegurar que tenía contacto con Dios y Buda, y que era poseedora de poderes curativos. Esto preocupó a su familia, quien solicitaría ayuda psicológica del mismísimo Freud por intercesión de María Bonaparte, quien recomendaría la internación de la princesa en la clínica Tegel en Berlín, donde sería diagnosticada de forma oficial con esquizofrenia paranoide en 1930 por el doctor Ernst Simmel.
Posteriormente, sería internada de forma involuntaria en la clínica del doctor Ludwig Binswanger en Kreuzlingen, en Suiza, separándose así de su familia. Parte de su tratamiento incluyó el procedimiento de esterilización, pues los médicos creían que este comportamiento venía de la mano de problemas hormonales; este tratamiento incluyó la exposición de la princesa a rayos X de alta intensidad y terapia de electroshock, con el objetivo de aliviar su libido, la cual, según los médicos, era la causa de los males que la aquejaban.
El secreto heroico durante la guerra
Durante su estancia en Suecia, Alicia intentó escapar en repetidas ocasiones sin obtener éxito en ninguna de ellas, pues aseguraba que ella estaba cuerda y bien. El tiempo pasó y el contacto con sus hijos se fue disolviendo. Para 1930, las cuatro hijas de la princesa se habían casado con príncipes alemanes, prohibiéndole asistir a las bodas de estas, mientras que el menor de sus hijos fue trasladado a Inglaterra al cuidado de sus tíos Louis y Jorge Mountbatten.
Después de dos años, Alicia obtuvo el “permiso” de alta y, una vez que fue libre, se dio cuenta de que estaba sola: su esposo se había ido a Montecarlo con su amante y sus hijos tenían hecha su vida. Se convirtió en una figura profundamente solitaria y rompió comunicación con sus parientes. En 1937, un trágico accidente aéreo cobraría la vida de su hija Cecilia y su familia. Esto llevó a Alicia a reunirse con su familia en el funeral, siendo este momento en el que ella retomaría el contacto con ellos, pidiéndole a Felipe irse a vivir con ella, petición que el joven rechazó.
Pronto, la Segunda Guerra Mundial comenzaría, y la princesa se enfrentaría a la difícil situación de tener a sus hijas y yernos luchando en el lado alemán y un hijo que peleaba en el bando de Inglaterra. Lejos de quebrarse, Alicia se aferró a su fe y, durante la ocupación nazi en Grecia, arriesgó su vida escondiendo en su hogar a una familia judía: la viuda Rachel Cohen y a dos de sus hijos, acción que le valdría el reconocimiento de Justa entre las Naciones en Israel.
Su sordera jugó a su favor cuando la Gestapo fue a interrogarla: fingió no entender lo que le decían y así logró proteger a quienes buscaban; otro factor que ayudó fue el destino de tener yernos alemanes aliados al partido, pues los nazis creyeron que la princesa apoyaba al bando alemán por este hecho dejándola libre de culpa.
Tras la guerra, Alicia se consagró a la vida religiosa ortodoxa y fundó una orden de monjas en 1949 que seguiría el modelo del convento que su tía había fundado en 1909.
Sin embargo, el destino volvió a ponerla a prueba: en 1967, la dictadura griega la obligó a dejar Atenas, y fue acogida en el Palacio de Buckingham por su hijo y su ahora esposa, la reina Isabel II. Allí, vestida con sus hábitos de monja, pasó sus últimos años como una presencia discreta en la corte.
Alice de Battenberg moriría en 1969, y de acuerdo con su última voluntad, fue enterrada en Jerusalén, en el Monte de los Olivos. Su historia, muchas veces marcada por la desgracia, fue la de una mujer que atravesó las sombras, exilios y pérdidas, que dejó una huella imborrable de compasión, valentía y sentido de humanidad, la versión de su historia que pocos cuentan y es la que debería tener mucho más peso a partir de ahora.