Carlota de México, princesa de Bélgica, siempre tuvo un gran sueño: ser emperatriz de una gran nación.
Sin embargo, el cuento de hadas que ella esperaba para su vida pronto se volvió una pesadilla en la que se entretejían intrigas políticas, deslealtades y un corazón roto: el suyo. La historia de su viaje a Europa para salvar a su amado es un capítulo desgarrador y fascinante, pues la llevó al límite de la desesperación que terminó por envolverla en una tragedia.
De princesa de un palacio a emperatriz de un imperio inestable
Carlota Amalia de Bélgica, más conocida como Carlota de México, nació en 1840, hija del rey Leopoldo I y Luisa María Orleans. Desde muy joven, la princesa de Bélgica, fue reconocida por su gran inteligencia, refinada educación y un sentido del deber inquebrantable.
Carlota creció entre lujos y protocolos, fue educada para brillar en la corte y bajo la premisa de que en algún momento de su vida se convertiría en emperatriz, pues había nacido para algo grande.
En 1857, Carlota uniría su vida en matrimonio con Fernando Maximiliano de Habsburgo, archiduque de Austria, ella con tan solo 17 años y él con 25. Carlota creyó que su vida juntos sería una historia de cuentos y luego de vivir en Italia por un tiempo, en 1864, aceptarían el gran reto de gobernar México, una nación que aclamaba su reinado (o al menos eso les habían hecho creer).
Lo que parecía una aventura que acercaría a la nueva emperatriz a su más preciado sueño, se convertiría en la pesadilla más grande de su vida, pues habían llegado a una nación desconocida, con una frágil política y una guerra interna.
A pesar del panorama negativo que se extendía en el horizonte, la emperatriz fue optimista y tomó su papel con la seriedad requerida, pues para eso había sido educada, para ser una gran gobernante. Pronto aprendería un nuevo idioma, algunos asegura que incluso náhuatl, se interesó por la cultura de la nación que se estaba convirtiendo en su segundo hogar, asumió el cargo de regente en varias ocasiones demostrando su gran capacidad para gobernar, se preocupó por las clases desprotegidas, contribuyó al desarrollo tecnológico, educativo y cultural del país… y apoyó hasta donde se le permitió a su marido.
Un amor no correspondido
Aunque Carlota amaba con profundidad a Maximiliano, el tiempo se ha encargado de rumorar que este sentimiento no era correspondido. Maximiliano, a su llegada a México, se interesó y ocupó de otras cosas, dejando a su matrimonio en último plano; las malas lenguas aseguran que jamás logró brindarle el cariño y seguridad que Carlota ansiaba y pedía a gritos. Sin embargo, Carlota lo defendió y siguió con devoción ciega, aferrándose a la idea de que podían salvar su nuevo imperio y su amor.
Un viaje desesperado que terminó en tragedia
Cuando el imperio que tanto habían procurado comenzó a tambalear, las tropas francesas se retiraron en 1867 dejando a Maximiliano desamparado y condenado. Juárez, quien pertenecía al bando de los liberales y jamás reconoció al imperio, ordenó la condena a muerte para el emperador y sus aliados.
El panorama era devastador y la desesperación comenzó a hacerse presente en la emperatriz, fue entonces que Carlota decidió emprender un viaje a Europa con la convicción de que sus “aliados” vendrían a ayudar.
La historia narra que la emperatriz se reunió en Francia con Napoleón III, de quien no recibió la reacción esperada. Se dirigió a Roma e imploró y lloró ante el Papa Pío IX por ayuda, pero el resultado fue el mismo: todos habían decidido darle la espalda a México, su imperio, y a su marido.
La fractura de su mente
era contra reloj, la presión de saber que la vida de su amado estaba en peligro, más el cansancio del viaje y la desesperación de no obtener el apoyo que buscaba comenzaron a hacer estragos en su mente. Los registros históricos cuentan que a los pocos días de llegar a Europa empezó a comportarse de forma extraña, tenía un temor constante por ser envenenada y pronto empezó a desconfiar de todos.
En Roma, sufrió una crisis nerviosa severa, tan fuerte que eso le impidió volver a México, pues fue recluida en el castillo de Bouchout en Bélgica.
Mientras ella trataba, con los últimos fragmentos de cordura y las fuerzas de su ser, salvar a Maximiliano, esta era fusilado en el Cerro de las Campanas, cerca de Querétaro, el 19 de junio de 1867.
Carlota nunca supo la noticia de su muerte (o tal vez nunca la quiso aceptar), pasó el resto de su vida recluida en un castillo, supervisada por sirvientes y familiares, recordando, o tal vez viviendo en una realidad alterna en la que seguía gobernando su querido Imperio Mexicano, donde Maximiliano esperaba por ella. Su vida finalmente se apagó un 19 de enero de 1927, tras sesenta años de su vida encerrada y en eterna melancolía, Carlota se despidió del mundo con 86 años.
La historia de Carlota de México sigue siendo a día de hoy uno de los episodios más tristes dentro de la historia de México. Fue una mujer que se aferró a un sueño, incluso cuando este se desmoronaba y caía a pedazos. Su vida, como flama al viento, se apagó pero su historia seguirá viva por siempre: la emperatriz que cruzó océanos de tiempo para salvar a su amado.